Pido que Dios les ilumine la mente, para que sepan cuál es la esperanza a la que han sido llamados.
Ef 1, 18-23
¡Qué raro! ¿No tenemos simplemente esperanza?
Muchos solo tienen una vaga esperanza que no ayuda mucho en la vida. Una esperanza clara y bien fundada sí lo hace. Si espero que tal vez alguien venga a rescatarme en algún momento, eso no es reconfortante. Pero si tengo un amigo que nunca duda en ayudar, tengo una esperanza válida.
San Pablo habla de una llamada a la esperanza. Eso también suena raro. Intuyo que quiere sensibilizarnos y activarnos. Una llamada tengo que percibir, tengo que escucharla, si no, se queda sin efecto como el sonido del teléfono móvil cuando otros ruidos lo superan. Debo aceptarla y responder a ella, como los bomberos cuando suena la alarma, como la madre que atiende al niño que llora. Dios está llamando. ¿Estoy escuchando? ¿Lo he entendido?
Mi reacción es necesaria. Pero todo depende de Dios: Su llamada resuena, su luz nos ilumina, la esperanza se basa en sus actos: Dios “resucitó a Cristo y lo hizo sentar a su derecha, poniéndolo por encima de todo poder y autoridad, y por encima de todo lo que existe, tanto en este tiempo como en el venidero”, nos recuerda Pablo. El resucitado nos da esperanza y vida: «Yo vivo y ustedes también vivirán» (Juan 14,19).
Esto nos da esperanza de vida abundante después y antes de la muerte. Esperanza para los que lloran y en situaciones sin salida. Fuerza y vida para cada día. Dietrich Bonhoeffer dijo: «Puede ser que el día final amanezca mañana, entonces dejaremos de lado con gusto nuestro trabajo para un futuro mejor, pero no antes».
¡Es hoy que tenemos esperanza! (Canto y Fe N° 223)