Haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos.
Salmo 80,1-3
Dios es Santo, es decir perfecto, totalmente puro. Habita en santidad entre querubines, esos seres celestiales que forman parte de la primera jerarquía angelical y están continuamente contemplándolo y declarando su Gloria. Es que, a la vez de Santo es eternamente infinito e inconmensurable. Por esto los querubines, que están ahí desde la eternidad, se asombran al descubrir nuevas virtudes y las manifiestan en el segundo coro (en el primero están los serafines y en el tercero los tronos).
Pero en esta atmósfera pulcra, apartada, indescriptible hay un aspecto singular, asombroso: Hasta ahí llegan los mensajes de la tierra, ese minúsculo planeta (una cabeza de alfiler frente al balón de fútbol que sería Júpiter) habitado por humanos, esa especie tan díscola que hasta se toma el atrevimiento de ignorar al Creador y Sustentador del universo. El tres veces Santo no solo los escucha, también les contesta las peticiones.
Quizás, al ver la desintegración de la sociedad, la prosperidad de los malos, el avance de la delincuencia, nos desesperamos por el mundo que heredan nuestros hijos. Pero cuando el Eterno haga resplandecer su rostro, habrá salvación.
Con todo, yo me alegraré en Jehová, me gozaré en el Dios de mi salvación. Jehová el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como de ciervas, y en mis alturas me hace andar. (Habacuc 3:18-20 RV 1960).
Daniel Angel Leyría