Pedro entonces comenzó a hablar, y dijo: —Ahora entiendo que de veras Dios no hace diferencia entre una persona y otra, sino que en cualquier nación acepta a los que lo reverencian y hacen lo bueno.
Hechos 10,34-35
De eso se trata exactamente el cristianismo: que todas las personas son iguales ante Dios. No importa si alguien es pobre o rico, mujer u hombre, veterano o recién llegado. Tampoco importa el color de la piel. Todos los hijos de Dios tienen los mismos derechos y son igualmente amados por Dios. Así debe ser en la iglesia, en la congregación. ¿Muy fácil, no?
Mi experiencia me dice que los seres humanos tendemos a clasificar y juzgar a los demás. Es un desafío tratar a todos por igual. Muchos prejuicios están en mi cabeza, en el inconsciente, y a menudo ni siquiera me doy cuenta de ello. Para descubrir esto, es bueno salir juntos a la comunidad y reflexionar: ¿Por qué confío más en un hombre que en una mujer? ¿Por qué preferiría una persona de tez blanca en un puesto directivo?
No se trata de señalar con el dedo a los demás, sino de comprender mejor nuestro propio pensamiento y comportamiento. Y así lograr convivir más justamente y con cada vez menos prejuicios, para que podamos llegar a ser lo que hemos sido desde el principio: la iglesia de los hijos de Dios, sin distinción.
Dios, te doy gracias por hacernos a todos diferentes, con mil pequeñas y grandes peculiaridades. Ayúdanos a aceptarnos unos a otros como hermanos y hermanas, y a vivir juntos como tus hijos amados. Amén.
Heike Koch