¿Acaso no lo sabían ustedes? ¿No lo habían oído decir? ¿No se lo contaron desde el principio? ¿No lo han comprendido desde la creación del mundo?
Isaías 40,21
Y, sin embargo, con nuestra soberbia nos negamos a aceptarlo. Creemos que lo sabemos todo. No importa si somos jóvenes o ancianos, nos empecinamos en resistirnos a asimilar la grandeza de Dios. Nos resulta sumamente fácil, al menos en apariencia, seguir a “los grandes hombres” y “jefes de la tierra”.
Incluso tendemos a tolerar con gran benevolencia las decepciones que solemos padecer a causa de ellos. Pero en lo que respecta a la grandeza de Dios, apenas si nos acordamos algún domingo durante el culto. Es más, a menudo lo confinamos al espacio físico del templo, afirmando que es “la casa de Dios”, como si no pudiera habitar en ningún otro lugar fuera del templo.
Como si la presencia de Dios fuera tan frágil que se rompe con nuestra propia impureza. Salomón, en su dedicación del templo, dijo estas palabras (1 Reyes 8, 27): “Pero ¿será verdad que Dios puede vivir sobre la tierra? Si el cielo, en toda su inmensidad, no puede contenerte, ¡cuánto menos este templo que he construido para ti!”
Aprendamos a aceptar la inmensidad de Dios, su omnipresencia. Resignemos el confort que nos da confinarlo a determinados lugares y ocasiones, qué solo sirve para aquietar nuestros limitados razonamientos y depositemos nuestra esperanza en que Él siempre está atento a nuestra necesidad.
“Mi corazón entona la canción, cuán grande es Él, cuán grande es Él” (Canto y Fe N° 183 )
Christian Bernhardt