El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él.
Romanos 8,16-17

La filiación se establece a través del Espíritu y no de la carne. Pablo sostiene que desde Adán heredamos el pecado (tal vez sería más adecuado decir «la inclinación al pecado» o «la tendencia al pecado»). Sin embargo, desde la creación, heredamos la imagen de Dios, quien nos hizo mujer y varón. Somos herederos tanto de Dios como de Adán. Coexistimos en este período con la herencia de Dios y de Adán: el Espíritu y la carne.
En nuestra época, existe una marcada tendencia a negar el sufrimiento. Algunos afirman: «Quien tiene a Cristo no sufre más»; otros dicen: «Compre, posea, disfrute y nunca más sufrirá». Ambas propuestas resultan engañosas y falaces. Jesús nos enseña: «Tomen su cruz y síganme»; esa cruz siempre implica sufrimiento, dolor, tentación o diversos pesares. El apóstol Pablo, a lo largo de su vida, padeció en su cuerpo una aflicción que lo atormentaba. Le rogó a Dios que lo liberara de ello, pero Dios no accedió a su petición. Jesús en la cruz llegó a pensar que Dios lo había abandonado.
El sufrimiento no es incompatible con nuestra vida de fe. Dios nos sostiene, nos fortalece, nos consuela en el sufrir. Este sufrimiento puede ser en cuerpo o alma, en la carne o en el espíritu. No caigamos en la tentación de pensar que cualquier sufrimiento es abandono de Dios, es consecuencia del pecado; no juzguemos a los que sufren como castigados de Dios. Al contrario, es nuestra misión llevar el consuelo y el amor de Dios a los que sufren, en cuerpo y alma.
Y cuando nos toque sufrir, sólo debemos poner nuestra confianza en Dios, nuestro Padre, de quién somos herederos. Amén.

Atilio Hunzicker

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