Hacia ti, Señor, miro suplicante; hacia ti, que reinas en el cielo. Suplicantes miramos al Señor nuestro Dios,… esperando que él nos tenga compasión.
Salmo 123,1-2

Este Salmo es muy breve, y por lo tanto, un buen ejemplo para mostrar que la fuerza de la oración NO radica en la cantidad de palabras, sino en el fervor del espíritu. Pues es posible expresar cuestiones importantes y sustanciales en pocas palabras, si provienen del espíritu, especialmente cuando nuestra necesidad es tan apremiante que no permite una oración larga. Como bien decía Martín Lutero: “Toda oración es lo suficientemente larga si es fervorosa y emana de un corazón que comprende las necesidades de los santos”
Señor, miro suplicante hacia ti, el que previamente había levantado sus ojos a los montes, ahora los levanta al mismo Señor.
Hay muchos testimonios que resultan del acto de levantar los ojos a los cielos. Es el testimonio de un corazón creyente, humilde. La infidelidad nunca llevará al ser humano por encima de la tierra. El orgullo tampoco puede hacer subir al ser humano más arriba de la tierra. Es el testimonio de un corazón obediente.
La persona que levanta sus ojos a Dios, reconoce esto: Señor, yo soy tu siervo. Es el testimonio de un corazón agradecido; reconocer que toda buena dádiva, todo don perfecto, procede de la mano de Dios. Es el testimonio de un corazón humilde.
Los siervos observaban la mano y el ojo del amo para conocer su voluntad y llevarla a cabo de inmediato. Así es como debemos esperar para servir al Señor.
Nuestros ojos aguardan y esperan con buenas razones. El aguardar va más allá de simplemente mirar; implica observar constantemente con paciencia y sumisión, sometiendo nuestros afectos, deseos y voluntades a la voluntad de Dios. Esto es lo que significa aguardar. Amén.

Daniel Enrique Frankowski

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