Él me dirá: “Tú eres mi Padre; eres mi Dios, que me salva y me protege”.
Salmo 89,26

Todos necesitamos sentirnos protegidos. Cuando somos niños, esa protección es brindada principalmente por papá y mamá; pero también por nuestro entorno. El hogar familiar, los abuelos, tíos, el barrio, la escuela, y la maestra. En ese ambiente, un niño crece con confianza y sin temor a todo y a todos. Con el tiempo, su mundo se expande y aprende a desconfiar de ciertas personas o situaciones, o incluso de todos, si no experimenta esa sensación de seguridad.
Es muy importante que una persona tenga a quién recurrir en caso de sentirse desprotegida. Si a un niño le falta un padre, buscará apoyo en otro cercano, como un abuelo, vecino o amigo; alguien que pueda ayudar a resolver esa situación de estrés y conflicto que podría causar mucho daño. Hay cosas que no podemos superar ni asimilar solos, incluso cuando somos adultos.
Los cristianos creemos en la confianza en Dios como nuestra prioridad. Nuestra fe nos ayuda a tener la certeza de que podemos depositar en Él, con total confianza, nuestros miedos y sentirnos protegidos. Esta carga ya no es algo que debamos llevar solos.
Dios le prometió a David en este Salmo que lo amaría, sería fiel y lo protegería. David podría afirmar con total convicción: “Tú eres mi Padre; eres mi Dios, quien me salva y me protege”.
“Dios entre tus manos quiero yo habitar, sé que me proteges y allí estás. Te busco, te espero, me quieres hablar; ¡sana mi alma, cerca mío está!” (Canto y Fe N° 224).

Beatriz M. Gunzelmann

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