El Señor está cerca de los que lo invocan, de los que lo invocan con sinceridad. Él cumple los deseos de los que lo honran; cuando le piden ayuda, los oye y los salva.
Salmo 145,18-19
En las situaciones más difíciles de nuestras vidas, como hombres y mujeres de fe, dirigimos nuestras miradas hacia nuestro buen Dios en busca de protección y ayuda. Esta confianza se origina en nuestra infancia y es un valioso signo de nuestra creencia en un Dios que, a través de Cristo, se ha acercado a nuestra realidad cotidiana.
Mi padre, al igual que la mayoría de las personas del campo, era un hombre serio, de paso tranquilo y silencioso. Sin embargo, cada uno de sus gestos era una manifestación clara de su presencia, que aunque en silencio, siempre manifestaba su proximidad.
Hay un himno cuya letra dice: “Cariñoso Salvador, huyo de la tempestad; a tu seno protector voy confiando en tu bondad; cúbreme, Señor Jesús, de las olas del turbión; hasta el puerto de salud guía tú mi embarcación. Ningún otro asilo hay: Indefenso acudo a ti; mi necesidad me trae del peligro en que me vi; solamente en Ti, Señor, puede haber consuelo y luz; vengo libre de temor a los pies de mi Jesús. Cristo, encuentro todo en Ti, y no necesito más; aunque débil, pobre esté, tu poder me sostendrá. Al enfermo da salud, guías tierno al que no ve: Con amor y gratitud tu bondad ensalzaré” (Culto Cristiano N° 232).
Cuando la enfermedad se presenta en nuestras vidas y cuando nos enfrentamos a situaciones difíciles y dolorosas, es en esos momentos que, con confianza, extendemos nuestros brazos hacia aquel que, en su inmensa misericordia, nos acuna.
Gladys Heffel