Ustedes, hermanos míos, que creen en nuestro glorioso Señor Jesucristo, no deben hacer discriminaciones entre una persona y otra.
Santiago 2,1

Cuán diferente sería el mundo si pudiéramos poner en práctica esta exhortación.
Al leer el texto, vino a mi mente el jardín de infantes donde asiste mi hijo. Allí, cotidianamente, puedo ver que los más pequeños no hacen discriminación de personas. Por supuesto, algunos se llevan mejor con unos que con otros, pero no por una cuestión de color de piel, género, religión, idioma materno, etc., sino por las relaciones que entablan.
Esto que comparto no es una novedad, y mucho se ha escrito al respecto. Como adultos y sociedad en su conjunto, a menudo generamos el pensamiento de que las diferencias nos separan, y vamos restando esa capacidad que tienen los niños de ver, en la diversidad, la riqueza de la humanidad.
Asimismo, como sociedad, tendemos a categorizar a las personas, otorgándoles a unas más valor que a otras. Lo hacemos consciente o inconscientemente, y las iglesias no están exentas de esta dinámica social.
El desafío consistiría en comprendernos y reconocernos como iguales ante Dios, valorando nuestra diversidad que nos hace personas únicas. No discriminar no implica que todos seamos idénticos, como una especie de «masa uniforme», sino más bien aprender a amarnos, respetarnos y aceptarnos en toda nuestra diversidad. Al fin y al cabo, somos hijos e hijas de Dios con vidas, cuerpos y personalidades únicas que Él nos ha concedido como un regalo.
Quiera Dios que como comunidad de creyentes, como iglesia, podamos aprender (o volver a aprender) más de los niños y las niñas.
Tu casa es la casa grande, abierta a toda la gente, a tus ojos ya no valen iguales y diferentes. En la puerta está tu hijo con las manos extendidas inaugurando en persona la construcción de la vida. (Canto y Fe N° 244)

Joel Nagel

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