Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban. Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía.
Marcos 10,13-16
Un día los hombres y las mujeres del pueblo decidieron rezar para pedir que lloviera. El día del rezo todos y todas se reunieron, pero sólo un niño llegó con paraguas.
La primera vez que recuerdo haber escuchado este breve relato fue cuando era niño. Lo que me llamó la atención en aquel momento y, si no recuerdo mal, también a muchos de mis compañeros y compañeras de la escuelita dominical, fue que todos habían olvidado sus paraguas. Incluso pensamos que tal vez no tenían uno en sus hogares y que no habían tenido tiempo para comprarlo, posiblemente porque era un pueblo donde no abundaban las tiendas de paraguas. Nos sentíamos identificados con el niño de la historia.
Hoy, muchos años después, pido a Dios que continúe brindándome esa sabiduría que me permita confiar plenamente en Él. Que podamos reconocer que dependemos de Él y que nuestras vidas están en sus manos. Que logremos creer más allá de todo y nunca dejemos de maravillarnos ante la obra de Dios.
Dios nos observa a través de la mirada de los niños, de nuestros hijos e hijas, de nuestros nietos y nietas, sobrinos y sobrinas, ahijados y aquellos del corazón. Ellos, con sus sonrisas, nos muestran que vale la pena, que hay esperanza. Jesús viene a nuestro encuentro con su mensaje de vida. Debemos reconocer nuestra vulnerabilidad y dependencia, aceptar que somos frágiles y que no podemos hacerlo todo por nosotros mismos. Debemos permitir que Dios nos abrace con la ternura y la certeza que siente un niño o una niña cuando se deja caer en los brazos de un ser amado, confiando en que allí encontrará refugio, consuelo y protección.
Señor, que tus brazos nos abracen con ternura y tus manos nos moldeen como el escultor a la arcilla. Amén.
Sergio Utz