Es un honor ser un sumo sacerdote, pero nadie elige por sí mismo este trabajo, sino que tiene que ser llamado por Dios, tal como fue llamado Aarón.
Hebreos 5,4
Más de una vez hemos presenciado cómo algunas personas compiten ferozmente por obtener los primeros puestos en diferentes instituciones: en el club del barrio, en la cooperativa e incluso en la Iglesia. A menudo, luchan por el poder y la influencia, sin importar las miserias y las grandezas que esto conlleva.
Pero hay tareas para las que somos llamados. No por nuestro deseo de grandeza o el fruto de nuestros grandes esfuerzos. Somos llamados por Dios, que nos convoca en nuestras vocaciones.
Cada persona ha recibido un don único, algo en lo que tenemos una especial facilidad y que nos llena de satisfacción. Este don puede estar relacionado con nuestra fuente de ingresos diaria o no, pero, sobre todo, se nos ha dado para servir a la comunidad en su conjunto y al Reino de Dios. Por lo tanto, cada don no es simplemente un regalo individual que se detiene en uno mismo, sino un regalo destinado a ser compartido, a ser nosotros y nosotras, para hacer presente en nuestra realidad un anticipo del tiempo que está por venir.
Y esta realidad no debe perderse de vista, especialmente en cargos de importancia, en lugares donde se juega la vida, la educación, la salud de las personas. Ocupar una posición es un honor y, al mismo tiempo, una responsabilidad. Significa que debemos responder ante Dios sobre cómo hemos utilizado los dones que hemos recibido y en beneficio de quiénes los hemos empleado. Además, debemos recordar que estos dones son un regalo y que ni siquiera podríamos pagarlos si quisiéramos hacerlo.
Decíamos entonces que Dios nos regala un don; que Su llamado es para poder aprovechar ese don de la mejor manera; nos envía a la tarea que podemos sostener, y nos sostiene en nuestros aprendizajes. Porque al final de cuentas crecemos aprendiendo. Que así sea, Amén
“Enviado soy de Dios, mi mano lista está a construir con Él un mundo fraternal”
Peter Rochón