Pues por medio del Espíritu eterno, Cristo se ofreció a sí mismo a Dios como sacrificio sin mancha, y su sangre limpia nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para que podamos servir al Dios viviente.
Hebreos 9,14b
En el fútbol hay reglas y son las mismas en todas partes. Si un jugador viola estas reglas el árbitro hace sonar el silbato; si la falta fue leve, saca la tarjeta amarilla, si fue muy grave saca la tarjeta roja y el jugador es expulsado. La falta siempre es castigada con un tiro libre y entonces la infracción queda reparada.
El incumplimiento de los mandamientos de Dios nos separa de él y de los seres humanos.
Por esta razón, en Israel, la violación de la ley era castigada y a las personas no se les permitía participar en los cultos hasta que, mediante un sacrificio, se purgara esa falta.
El sacrificio lo realizaba el sumo sacerdote. La persona se presentaba en el templo llevando un animal que, dependiendo de cuán grave fuera la falta, era más pequeño o más grande. De esta manera, la persona quedaba “limpia”, restablecida y podía participar del culto y de otros ámbitos sociales.
Para nosotros, los cristianos, Jesús es como un sumo sacerdote, excepto que no tenemos que traerle un animal para que lo sacrifique por nosotros; Jesús se dio a sí mismo en sacrificio por la humanidad para que nada nos separará de Dios ni de nuestros semejantes. Él nos reconcilió y nuestras vidas quedan profundamente renovadas.
Este sacrificio de Jesús es válido de una vez y para siempre. Porque nadie puede hacer un sacrificio más grande que aquel que Jesús hizo por nosotros.
Queridos hermanos y hermanas del Río de la Plata, reciban nuestro cordial saludo desde Heidelberg (Alemania). ¡Reciban la bendición de Dios y tengan su protección!
Irene y Martin Hassler