“¡Óiganme!. Óiganme, que no caiga la esperanza. Óiganme y volteen la mirada. Óiganme, para que se haga justicia y toda persona pueda comer buenos y deliciosos alimentos”.
Isaías 55,2
Era 8 de marzo en la plaza del Congreso. Había tres personas vendiendo en un puesto en la calle, y muchas personas pasaban por delante. Interpreto que era una familia: una mujer, un hombre y un joven. Este último gritaba con todas sus fuerzas para sobreponerse al ruido de la calle y a los parlantes que sonaban con música a todo volumen: “¡Saaandwiches de milanesa! ¡Hay sándwiches de milanesa a mil pesos!”. Su garganta se esforzaba, su cuerpo se contenía para lanzar el aire arriesgando la salud de sus cuerdas vocales, pero no alcanzaba. La gente pasaba por delante sin detenerse ni siquiera a mirar. El hombre desesperado le dijo “Dale, gritá más alto. Acomodá los sándwiches para que los vean”. Fue entonces que comprendí qué los vendedores ambulantes sacrifican sus gargantas. La desesperación en los ojos del padre, me hizo ver lo que ese grito significa. Es haber invertido en esos sándwiches, depositando toda la esperanza en poder venderlos en un día muy concurrido. Pero el día está a punto de terminar y cabe la posibilidad de volver a casa con las manos vacías. La voz del vendedor ambulante proviene del fondo de las tripas; es un grito desesperado por sobrevivir en un mundo capitalista, dónde no alcanza tener algo de comer, donde el dinero vale más que un pedazo de pan. En este mercado la voz es nuestra mayor herramienta, dada por la simple gracia de Dios, y la esperanza de que alguien nos escuche y se detenga. Con esa misma voz desgarrada grita el profeta.
Angie Stähli