Miren, hoy les doy a elegir entre la vida y el bien, por un lado, y la muerte y el mal, por el otro. Si obedecen lo que hoy les ordeno, y aman al Señor su Dios, y siguen sus caminos, y cumplen sus mandamientos, leyes y decretos, vivirán”.
Deuteronomio 30,15-16
Si buscamos en cualquier diccionario la definición del término “vivir”, encontramos que “vivir es tener un ser vida o estar vivo”, lo que naturalmente nos lleva a definir la muerte como “el fin de la vida”. Todo esto, por supuesto, considerando la muerte como el cese de la existencia de cualquier ser vivo, como el límite de nuestra propia existencia.
Pero, me pregunto: ¿No es acaso morir un poco cada día cuando no encontramos sentido a nuestras vidas? ¿Cuando, por más que respiremos, nada de lo que hacemos nos colma ni satisface? ¿Cuándo ya nada nos importa?
El sentir del salmista es claro: Vivir plenamente es una elección. Obedecer lo que nos ordena, amarlo, seguir su camino. Lo contrario es muerte. El sinsentido. El vacío. Se cuenta que “un forastero llegó a un pueblo del interior y se dedicó a recorrer el cementerio del lugar. Le asombró ver que en las cruces de las tumbas estaba el nombre de la persona fallecida, todas a corta edad. Unos siete u ocho, los más diez u once. Le preguntó al cuidador del lugar por la desgracia que había acaecido en el pueblo al ver tantos niños fallecidos, a lo que el buen hombre respondió: No, no se trata de niños. Ocurre que por aquí no contamos la vida por los años calendarios, sino por la calidad de los años vividos”.
Gladys Esther Heffel