Oh Dios, ¡pon en mí un corazón limpio!, ¡dame un espíritu nuevo y fiel!
Salmo 51,10
En el fondo, no habría nada que agregar. El salmista expresa lo que sucede en el corazón de cada creyente: “sé lo que soy”, un “pecador”. Es una verdad y negarla sería ignorar la finitud de nuestra existencia. Durante siglos, los sacerdotes y pastores predicaron desde sus púlpitos un concepto de fe que dividía a los oyentes en “pecadores” y “buenos”. Y lo que es pecado o no lo definieron ellos, “desde arriba”. Por lo general, luego de semejante “lavado de cabeza”, todos se sentían mal ya que “pecar es hacer algo malo”. Ah, sí, falta un detalle: el castigo. Dios castiga a los que pecan. De ahí la expresión “¡¿qué he hecho para merecer semejante castigo?!” Cada golpe que sufrimos, un accidente, una terrible enfermedad, el fracaso en lo profesional, lo interpretamos como consecuencia de “algo” que hemos cometido. Lamentablemente, esa predica volvió a ser nuevamente muy popular.
Pero si esa es la imagen de nuestra fe, debemos preguntarnos: ¿qué sentido tiene la muerte de Jesús en la cruz? ¿Para qué murió?
El reformador Martin Lutero nos dejó una hermosa definición de nuestra fe cristiana: sola la cruz, sola la gracia, solo Cristo y solo la fe. Jesús murió en la cruz para que todos y todas los que confiamos en Él tengamos un corazón limpio y un espíritu nuevo, fiel y fuerte.
“Cristo, tú cargas con todo y así nos allanas el camino hacia la fe, hacia la confianza en Dios, hacia Dios que no quiere ni el sufrimiento ni la desgracia humana. Amén” (Roger de Taizé).
Reiner Kalmbach