5° domingo después de Pentecostés
Un hombre iba por el camino de Jerusalén a Jericó, y unos bandidos lo asaltaron y le quitaron la ropa; lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote pasaba por el mismo camino; pero al verlo, dio un rodeo y siguió adelante. También un levita llegó a aquel lugar, y cuando lo vio, dio un rodeo y siguió adelante. Pero un hombre de Samaria que viajaba por el mismo camino, al verlo, sintió compasión.
Lucas 10,30-33
Elegimos esta parábola del buen samaritano una y otra vez, ya que es infaltable en el marco de la catequesis. Nos ayuda a remarcar ese amor incondicional que Jesús nos pide que tengamos por nuestro prójimo.
Amplios debates sobre ¿quién es mi prójimo? Hoy la vuelvo a leer y siento que nuestro transitar en la vida es un poco el reflejo de la parábola del buen samaritano. Por eso exclamo: Señor, hay momentos en los que tengo sangre de maestro de la ley, me siento superior, astuto, tengo el control, redoblo la apuesta. Señor, hay momentos en los que tengo sangre de ladrón, ira, violencia y daño rodean mis días. Señor, hay momentos en los que tengo sangre de sacerdote, la vida es ligera, no me mires que yo no miro, no me encuentren que yo no encuentro, mi caminar es recto hacia mi propia seguridad. Señor, hay momentos en los que tengo sangre de levita, ya fui elegido, por mi fuerza, temperamento, mi incondicionalidad a las escrituras literales. Llego tarde, no tengo tiempo. Señor, hay momentos en los que tengo sangre judía, siento los golpes, las pedradas, el andar inseguro, despojado, casi sin aliento. Señor, necesito de tu sangre, la que derramaste por mí, con la que pueda llenarme, aquella que inyecta solidaridad, entrega, respeto, mirar al costado, amar y amarme.
Que hoy y siempre podamos ser sangre de Jesús en nuestro transitar. Amén.
Betina Wagner