19º domingo después de Pentecostés, 29º en el año

Jesús les contó una parábola para enseñarles que debían orar siempre, sin desanimarse.

Lucas 18,1

Hay una imagen que me acompaña desde chico y recuerdo con cariño: La de mi madre orando de rodillas ante su cama. Imagen que se repite aún hasta el día de hoy. Cada día a la mañana al levantarse y a la noche antes de acostarse, ella se toma un tiempo para entablar esa íntima relación con Dios que es la oración. Lo hace agradeciendo por todas las bondades recibidas. Lo hace pidiendo por cada una de las necesidades por las cuales entiende debe pedir. En ella la vida de oración ha sido una parte importante y fundamental para su testimonio y compromiso. Si bien no de la misma forma, yo he tratado de tener en mi vida la misma predisposición y constancia en cuanto a la práctica de la oración. Ella ha sabido transmitirme e instruirme con su ejemplo acerca de la importancia que la oración tiene en nuestras vidas de fe. Orar y pedir con la certeza y la confianza que Dios oye y que de una u otra manera responderá nuestro ruego. Gracias a mi madre aprendí que la oración es el diálogo fecundo que me abre no solo a Dios sino también a mis hermanos y hermanas. Oración que es acción puesto que nos pone en marcha hacia aquel que lo necesita, hacia aquella que sufre. Oración que es poder, pues no hay límites para la oración. Oración que es manifestación visible del invisible Espíritu del Señor. Oración que es petición, pero también agradecimiento. Oración que es siempre presencia viva del Cristo resucitado en medio de la comunidad de fe reunida.

David Juan Cirigliano

Salmo 121; Génesis 32,22-31; 2 Timoteo 3,14-4,5; Lucas 18,1-8 Agenda Evangélica: Salmo 1; Éxodo 20,1-17; Efesios 5,15-20 (P); Marcos 10,17-27

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