El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió.
Mateo 10,40 (RVC)

Podemos describir la iglesia como aquel espacio humano que ha recibido la gracia de ser un lugar de testimonio del Señor; no tiene razón de existir por sí misma sino que existe por el mensaje evangélico que proclama y que desde todo punto de vista la supera. En tal sentido, acoger a discípulos y discípulas del Señor va más allá de ser un simple gesto hospitalario: es darle acogida al Reino de Dios.
En el judaísmo, cuando se enviaba un mensajero, quien representaba a una persona era como si fuera esa misma persona quien actuaba. Dicho de otra manera, los rabinos tenían por regla que el enviado era como el que lo enviaba. En el marco de la misión cristiana -de eso está hablando Mateo aquí- se trataba y se trata de aceptar en el enviado-apóstol a aquel que lo envió. Tenemos aquí una cadena uniendo tres eslabones: recibir a un apóstol es recibir a Jesús, y recibir a Jesús es recibir al Padre, cuyo Enviado-Apóstol es el mismo Jesús. Tal como los seres humanos acojan a los mensajeros de Jesús, así también le acogen a él y al Padre que lo envió.
Todo esto supone que la tarea encomendada de continuar anunciando el Reino, que sin duda cobra una gran importancia, no debiera desanimar bajo ninguna circunstancia a quienes son enviados a realizarla. Pues dicha tarea tiene su fuente en Dios. El envío es un acontecimiento divino. Lo recibimos gratuitamente como orientación, nutrición, fortaleza e impulso para el camino siguiendo al Señor.

Mateo 10,40-42

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