Domingo 26 de octubre

 

20° domingo después de Pentecostés

 

Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido.

 

Lucas 18,14b

 

La oración libera, pues a través de ella volcamos en palabras aquellas cosas que llevamos a cuestas, compartiéndolas con Dios. En la oración están puestos nuestros agradecimientos y nuestras peticiones, aquello que nos anima y aquello que cargamos pesadamente.
Este versículo del Evangelio de Lucas forma parte de una parábola de Jesús, cuyos actores son un fariseo y un recaudador de impuestos. Ambos oran, pero mientras que el fariseo remarca sus supuestas virtudes diferenciándose de los demás, el recaudador, con vergüenza y reconociéndose pecador, pide por la compasión de Dios.
El Evangelio nos invita a reconocer nuestra necesidad del amor y perdón de Dios, de su gracia. Nuestra oración es un buen vehículo para esto. Aunque sin duda tenemos dones y podemos obrar buenas acciones, es una tarea cotidiana intentar librarnos del egoísmo y la autojustificación, porque es en la expresión y confesión de que no podemos solos/as cuando encontramos la liberación para ver más allá de nosotros mismos y darnos cuenta de que formamos parte de la comunidad de necesitados y necesitadas del perdón y la misericordia de Dios. De esta manera, Jesús nos recuerda que la oración no solo puede liberarnos, sino también transformarnos.
“La oración es quien nos pone en relación con Dios, quien nos permite colaborar con él. Dios nos invita a vivir con él. Y nosotros respondemos: ‘Sí, Padre, quiero vivir contigo’. Entonces nos dice: ‘Reza, llámame; te escucho, viviré y reinaré contigo’” (Karl Barth, La oración, Salamanca, Sígueme, 1969, p. 29).
Pongamos en oración nuestra vida, tal como es. Oremos juntos al Dios del amor y el perdón.

 

Joel A. Nagel

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