2º domingo de Adviento
Pórtense de tal modo que se vea claramente que se han vuelto al Señor, y no presuman diciéndose a sí mismos: “Nosotros somos descendientes de Abraham”; porque les aseguro que incluso a estas piedras Dios puede convertirlas en descendientes de Abraham.”
Mateo 3,8-9
Hace muchos años una señora me contó: “Acá en el barrio vive un chico muy travieso que tira piedras sobre los techos de los vecinos, toca el timbre de las casas y luego sale corriendo. Agrede a otros chicos del vecindario y les falta el respeto a las personas mayores. Y cuando alguna persona lo reprende le responde: “¿Sabés quién es mi papá? Yo soy el hijo del policía de aquí a la vuelta.”
Ese niño de tan malos modales creía que tenía impunidad por el solo hecho de ser hijo de un funcionario. Y por eso pensaba que tenía impunidad para hacer cualquier cosa. En muchas ocasiones hay también adultos que creen que por tener un cargo de autoridad o cierto poder, gozan de privilegios especiales y el derecho de pasar por encima a los demás.
Cuando Juan el Bautista predicaba en el desierto y persuadía a la gente para que se arrepintiese y se volviese a Dios, había quienes pensaban que ya estaban salvados por ser descendientes de Abraham.
Debemos preguntarnos: ¿De qué presumimos nosotros? ¿De pertenecer a una determinada iglesia? ¿De la fe de nuestros abuelos o de nuestros padres creyentes?
Ciertamente, ante Dios no podemos presumir de nada. Ni podemos ser cristianos simplemente de nombre, “por herencia” o “de la boca para afuera”. Somos salvos si nos volvemos a Dios. Y ese cambio se manifiesta claramente en nuestras actitudes y acciones.
Sólo el gesto hace creíble nuestro anuncio. La verdad sólo es verdad en cuerpo y alma. Y si el “solo hablar” nunca es buena noticia, nuestro actuar, en cambio, puede ser proclama. (Eduardo Meana, Canto con voz Nº 168)
Bernardo Raúl Spretz
Salmo 72,1-7.18-19; Isaías 11,1-10; Romanos 15,4-13; Mateo 3,1-12
Agenda Evangélica: Salmo 80,2.3b.5-6.15-16.19-20; Isaías 63,15-64,3; Santiago 5,7-8