Allí le llevaron un sordo y tartamudo, y le pidieron que pusiera su mano sobre él. (…) Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo al hombre: “¡Efatá!” (es decir: “¡Ábrete!”)
Marcos 7,32.34

Durante su proclamación de la Buena Nueva en diferentes lugares, Jesús tuvo que hacer paradas no “previstas”. Estos encuentros espontáneos con personas de diversas realidades, sin duda, enriquecieron el contenido de ese Evangelio predicado.
En esta situación, la persona con discapacidad no llega sola hasta Jesús, sino que es llevada o acompañada por otros. Antes de llegar a Jesús, algunos se compadecieron, compartieron el sufrimiento, de aquel que no podía oír y tenía dificultades para hablar. Aunque en nuestras comunidades de fe y en la sociedad podemos observar cómo a menudo hay gestos y acciones concretas de amor hacia quienes tienen necesidades, no debemos permitirnos adormecer frente a estas realidades. Como humanidad, deberíamos sentir que somos parte de una comunidad, no simplemente un número en una lista, sino seres que sienten, sufren, aman y luchan.
Jesús detiene su marcha. Él no se excusa diciendo que no tiene tiempo, o que va hacia otro lugar más importante. Él para ahí, porque en ese momento la predicación del Evangelio pasa por encarnarlo en la vida del sufriente que tiene frente suyo. Esto nos llama hermosamente a que nos detengamos y reconozcamos esas situaciones donde la Buena Nueva no solo debe ser escuchada, sino también puesta en práctica.
Finalmente, Cristo libera a la persona de su sufrimiento. Aquí me gusta reflexionar que el “¡Ábrete!” que pronuncia Jesús no solo implica la curación de su sordera y tartamudez, sino también la liberación para vivir su vida plenamente. Además, Jesús nos ve en nuestras aflicciones y nos provee lo que necesitamos.
Señor, haz que podamos acompañarnos y cuidarnos como comunidad, para que no nos encuentres “viéndonos nuestros propios ombligos”, sino caminando juntos en el dolor y la alegría. Amén.

Joel A. Nagel

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