3º domingo después de Pentecostés
Pues cualquiera que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.
Marcos 3,35

La familia representa el núcleo esencial para el crecimiento de cualquier individuo. Lamentablemente, no todas las familias logran proporcionar ambientes seguros y acogedores. En realidad, existen numerosos casos de familias disfuncionales en las que prevalecen el maltrato, el abuso y la violencia. Asimismo, hay familias en las que estas manifestaciones extremas no están presentes, pero tampoco se fomenta la comprensión ni la empatía.
Los Evangelios registran algunos episodios relacionados con la familia de Jesús. Los más extensos y detallados se refieren a su nacimiento e infancia. También encontramos unos pocos testimonios que dan cuenta de sus relaciones familiares en la vida adulta. El relato que motiva nuestra reflexión es uno de éstos últimos. La historia aparece marcada por el rechazo de los escribas hacia las acciones sanadoras y liberadoras de Jesús, así como por la incomprensión de sus parientes.
En su respuesta a los escribas, Jesús emplea el ejemplo de la familia para afirmar que si esta está dividida, no puede perdurar. Después, cuando sus parientes lo buscan con la intención de llevárselo, él les dice a los discípulos que su familia está compuesta por todos aquellos que hacen la voluntad de Dios.
Permanecer fieles al seguimiento de Jesús en ocasiones puede provocar oposición y conflicto dentro de la familia. Sin embargo, en medio de estas situaciones, somos bendecidos al reconocernos como parte de la vasta familia de la fe, compuesta por hermanas y hermanos de todo el mundo que se esfuerzan por difundir el reino de Dios y sus valores de amor, paz y justicia en nuestro mundo.

Rolando Mauro Verdecia Ávila

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