Porque nosotros somos como el olor del incienso que Cristo ofrece a Dios, y que se esparce tanto entre los que se salvan como entre los que se pierden.

2 Corintios 2,15

Usted coincidirá conmigo en que hay olores que atraen; fragancias agradables, perfumes deliciosos. Solemos decir: “¡Qué rico huele acá!”

Pero también hay olores muy desagradables; hediondos, putrefactos, nauseabundos. “¡Algo huele mal!” – decimos.

En la antigüedad se ofrecían holocaustos y sacrificios como acción de gracias al Señor. Eran ofrendas quemadas de aroma agradable. (Pode-mos leer Levítico 1,9.13.17, etc.)

Incluso cuando Noé y su familia salieron del arca y ofrecieron holocaustos al Señor, el olor era tan agradable, que Dios prometió nunca más maldecir la tierra por causa nuestra (Génesis 8,21).

El aroma es algo que se expande, se propaga, se extiende. Como aquel perfume de nardo que derramó María sobre los pies de Jesús y secó con sus cabellos y la casa se llenó de agradable fragancia. (Juan 12)

¿Cuál es entonces esa fragancia que debe emanar de nosotros? ¿Cuál es ese aroma que como huella agradable debemos ir dejando por dónde pasemos? ¿Cuál es esa esencia que debe impregnar el ambiente y la vida de los demás?

Así también dice Pablo: “Alejen de ustedes la amargura, las pasiones, los enojos, los gritos, los insultos. Sean buenos y compasivos unos con otros y perdónense mutuamente. Traten a todos con amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio de olor agradable a Dios”. (Efesios 4,31-5,2)

Stella Maris Frizs

2 Corintios 2,12-17

Compartir!

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email
Share on print
Print