Las multitudes siguieren a Jesús; y él los recibió.

Lucas 9,11

Mi Jesús, debo confesarte que siempre pensé que solo los mejores de los mejores de los mejores lograban seguirte.

Lo sé: como protestante debo haber aprendido que toda la vida del creyente ha de ser arrepentimiento y seguimiento a ti, no en la esterilidad de un monasterio sino en la profundidad de la vida, allí donde hace calor y sombra (Rainer Maria Rilke).

Pero en fin: cuando pienso en el seguimiento, no se me ocurren sino hombres y mujeres excepcionales.

Sin embargo, este versículo me hace recalcular: no son los mejores de los mejores de los mejores que te siguen, sino el ochlos, gente común, sanos y también los que necesitan ser sanados. Y tú te conviertes en su anfitrión en el lugar más inhóspito imaginable.

Pues, si el seguimiento de la gente común tiene que ver con ser acogido por ti como anfitrión ¿qué significa ello para nuestros hogares y nuestro día a día?

¿No significa que en aquella mesa donde eres invocado como huésped para bendecir los alimentos –algo que antes solo hacían los anfitriones– los invocantes se vuelven huéspedes –en su propia casa– de ti? ¿Que cuando te confesamos como mi Señor, mi Dios, ya no puede haber ámbitos, habitaciones, recónditos lugares donde no te pertenecemos y no te hemos de obedecer?

Tonto de mí. Realmente lo debería haber sabido antes: cuando dejaste tu trono y corona por mí, el lugar destinado a los huéspedes, el mesón, te quedaba chico. Debiste nacer en medio de la vida, para recibir a los que siguieron a tu estrella y tus mensajeros y ser anfitrión allí donde hace calor y sombra.

Michael Nachtrab

Lucas 9,10-17

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