Esto hará glorioso el nombre del Señor; será una señal eterna, indestructible.
Isaías 55,13b

Recuerdo andar por el potrero de la tapera lleno de renuevos. Me costaba recordar cómo era antes. Los renuevos ya eran grandes. Estaba tupido en algunos lugares y tenía que rodear ese pequeño montecito bajo espinillos, algarrobos, chañares, ñandubayes y talas. Me asombró ver tantas especies juntas. Pensé en el pastizal entre esos arbolitos y arbustos. El olor a savia que se desprende cuando pasa el viento por sus hojas. Siento que tengo que pedir permiso y disculpas por ir pisando ese pasto verde y vigoroso. Si estuvieran ahí los terneros, las ovejas y los chivos que hubo hace unos años, ese paisaje sería completamente distinto. Estos animales mantenían podados los árboles y la altura del pasto. Es más, creo que este montecito se formó donde se echaban a rumiar.
Esta memoria de un lugar restaurado por la naturaleza me inspira una enorme esperanza. La naturaleza es sabia, decía mi abuelo. La curandera, también. En la escuela, de otra manera, también lo escuché.
Pienso en cuántas cosas que uno sabe, que uno ha vivido, que uno las tiene claras. Pienso en todas las cosas que uno cree. En que Dios crea y transforma la vida. Me pregunto si creemos en Dios como si fuera una tela adhesiva, una crema cicatrizante, una píldora analgésica o un jarabe digestivo. ¿Sabemos que al dañar al planeta opacamos la gloria de Dios?
Que esta iglesia sea un árbol en el fondo de tu casa, que haya fiesta y alegría y oración bajo sus ramas. (Letra y Música, Pablo Sosa)

Jorge Weishein

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