Jueves 13 de marzo

 

Abram creyó al Señor, y por eso el Señor lo aceptó como justo y le dijo: —Yo soy el Señor; yo te saqué de Ur de los caldeos para darte esta tierra como herencia.

 

Génesis 15,7

 

Qué sencillo y, a la vez, qué difícil es tener fe. Parece poco lo que nos pide Dios, pero cuánto en realidad significa para nosotros.
Nos gusta palpar las cosas para tener la certeza de su existencia y saber que están a mano cuando las necesitemos. Nos gusta verlas, sentirlas, olerlas y registrarlas con uno o todos nuestros sentidos, si es que los tenemos.
Eso es tener certeza. Creer, tener fe y confianza es algo diferente. Pensé en un ejemplo de la vida cotidiana que ilustre este acto de entrega y confianza. Tras muchos años trabajando con personas con discapacidad (PcD), encontré un ejemplo que se acerca a esta experiencia de creer. Cuando ofrezco mi brazo a una persona ciega para cruzar la calle o caminar por la vereda, ella confía en que la conduciré por el mejor camino para evitar tropiezos y elegiré la mejor opción, incluso si eso implica alguna incomodidad para mí. Aunque nunca sabrá si el tránsito fue realmente sin tropiezos, confía plenamente en mí. Lo mismo ocurre si le describo un paisaje o le leo un documento importante. Cree en mí, en mi conducción, en mi criterio y en mi honestidad. Cree. Tiene fe.
Abraham, un caldeo acostumbrado a dioses temporales y regionales, conoció al Dios verdadero, al Único. Sin verlo ni tocarlo, creyó en Él. Los textos no mencionan que haya tenido una experiencia tangible con Dios; de lo contrario, no estarían hablando de fe, de creer.
Cuando enunciamos nuestro credo, decimos tres veces “creo”. Es un acto de fe y confianza, más allá de lo que podemos registrar con los sentidos, la lógica o la certeza.
“Dame más fe, Señor Jesús”, reza el himno. Que así sea.

 

Norberto Rasch

Compartir!

Facebook
Twitter
LinkedIn
WhatsApp
Email
Print