¿Cómo pueden creer ustedes, si reciben gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que viene del Dios único?
Juan 5,44
La búsqueda de gloria es tan vieja como la humanidad. En la antigüedad, entre los griegos de cierta posición social elevada se practicaba una especie de beneficencia recíproca: uno invitaba a sus amigos para parecer generoso y luego ser invitado por los demás. Los romanos de cierta solvencia económica concedían favores a sus “clientes” para que estos los aplaudieran, honraran y apoyaran públicamente. Ahí nació el llamado clientelismo, un sistema de intercambio de bienes materiales y simbólicos, pero no por solidaridad, sino porque cada lado buscaba beneficios. En el entorno de Jesús eran muy habituales la búsqueda de primeros puestos en las comidas festivas, los saludos honrosos, el exhibicionismo público de prácticas religiosas como la oración o el ayuno – todo esto fue señalado y denunciado por Jesús. En la Edad Media existían jerarquías religiosas y la llamada nobleza. Hoy la gloria está depositada en deportistas famosos, maniquíes vivientes y otras figuras colocadas en las tapas de revistas y en noticieros.
¡Qué pasajera es toda esa gloria humana! ¿Qué queda de todo ese brillo tan efímero? “Dioses” caídos, nada más. Engaños, frustraciones, desilusiones.
Jesús establece decididamente que la única gloria verdadera y duradera es la que viene de Dios, del único Dios, no de nosotros. Pero su afirmación no es un refrán como esos que se pueden aplicar a cualquier situación. Lo que dice está vinculado a la fe: para poder creer en él, hay que abandonar la búsqueda de glorias propias y mutuas y buscar la gloria de Dios. Volvernos criaturas humildes que saben que son –somos– dependientes; abrirnos a la obra de Dios en nuestras vidas, confesar con alegría a Jesucristo como Señor y Salvador, participar en la vida de la comunidad de fe, ponernos al servicio de la obra de Dios. Ahí Dios nos revestirá con una gloria que no perece.
René Krüger
Juan 5,41-47