¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!

Lucas 18,38

Este es el grito de un hombre desesperado. Alguien que se encontraba a la vera del camino. Era ciego, pero sólo de la vista. Sí, porque los demás, todos los que lo cruzaban cada día, habían dejado de verlo. Estaban ciegos de corazón.

Cuando por fin se hizo escuchar, se molestaron con él y comenzaron a retarlo. Pero él siguió insistiendo y gritando con todas sus fuerzas. ¿Por qué? Porque estaba pasando Jesús. Y él tenía la seguridad de que el Señor algo iba a hacer por él.

Mientras todos pretendían seguir su marcha, el Maestro se detuvo, lo mandó a llamar y le preguntó qué quería que haga por él. “Señor, quiero recobrar la vista…”  Estas fueron sus palabras.

Y fue así como el Señor obró el gran milagro en su vida porque pudo ver su gran fe y por compasión le concedió el deseo más profundo de su corazón. Pero la historia no termina ahí. El hombre sanado lo siguió y no paraba de alabar a Dios. Su grito de lamento se transformó en canto de alabanza.

¡Jesús, ten compasión de mí! debiera ser nuestro ruego cotidiano. Todos necesitamos ser sanados.

No importa si quieren hacernos callar. El Señor nos escucha. No interesa si todos siguen su camino y no ven nuestra aflicción. El Señor se detiene, nos mira con compasión y nos pregunta, como al ciego: “¿Qué quieres que haga por ti?”

Maestro bueno, te damos gracias porque – aun cuando la mayoría ignore lo que nos pasa – tú conoces nuestras angustias y pesares. Te las presentamos con la plena convicción de que tú puedes hacer nuevas todas las cosas. Te rogamos que nos sanes y que – como el ciego de Jericó – decidamos seguirte con gratitud y alegría cada día. Amén.

Carlos Abel Brauer

Lucas 18,31-43

 

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