Les aseguro que ningún criado es más que su amo, y que ningún enviado es más que el que lo envía.

Juan 13,16

¡Hasta en la última comida que celebraron juntos, los discípulos seguían discutiendo cuestiones de precedencia y prestigio!
Debido a las condiciones de los caminos de la Palestina de entonces, es decir polvorientos con sequía y barrosos con lluvia, era costumbre que a la entrada de cada casa hubiera un sirviente con una toalla y un cántaro con agua y procediera a lavar los pies de los recién llegados.
El pequeño grupo de Jesús no tenía sirvientes. Las tareas debían ser compartidas por todos. Y aquella noche, parece que ninguno quiso aceptar el deber de ocuparse de que hubiera agua y una toalla para lavar los pies de quienes iban llegando. Jesús lo percibió e hizo lo que ninguno estaba dispuesto a hacer.
Esta situación ocurre con mucha frecuencia: en casa, en la iglesia, en el gobierno. Parece que el título, el cargo, la antigüedad, no nos permitieran servir, ayudar, ensuciarnos las manos o los pies.
Aquí se nos enseña y se nos demuestra que la única grandeza es la que otorga el servicio. El mundo está lleno de gente de pie sobre su dignidad cuando debería estar arrodillada a los pies de sus hermanos.
¡Volvamos a observar la imagen del Hijo de Dios, ceñido con una toalla y arrodillado a los pies de sus discípulos!
Toda la naturaleza es un anhelo de servicio, sirve la nube, sirve el aire, sirve el surco. Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú; donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú; donde haya un esfuerzo que todos esquiven, acéptalo tú. (Gabriela Mistral, “El Placer de Servir”)

Sandra Cirulli

Juan 13,12-20

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