Entonces brillará tu luz como el amanecer y tus heridas sanarán muy pronto. Tu rectitud irá delante de ti y mi gloria te seguirá.

Isaías 58,8

Estas palabras son reflejo del pacto que Dios había hecho con su pueblo en el umbral de la entrada a la tierra prometida. “Si ustedes obedecen lo que yo les ordeno, si me aman como su Dios y cumplen mis mandamientos, también yo cumpliré con mi promesa de bendecirlos en todo lo que les toque vivir.” Es como que la fidelidad del pueblo a la voluntad de Dios condiciona su relación con el Padre, y la luz de Dios en nuestras vidas es la recompensa por haber respondido como corresponde a lo que Dios espera de nosotros.
Hasta hoy día, también en nuestras comunidades cristianas este mecanismo del mérito está fuertemente naturalizado. Con una vida acorde a lo que mandan las Escrituras muchos esperan poder estar del lado de los salvos, y cuando les sobrevienen situaciones de extrema adversidad cuestionan cómo es posible que Dios castigue con semejante dureza a quienes participan de las reuniones, dan el diezmo, no le hacen daño a nadie y brindan su ayuda a los necesitados.
Sin embargo, desde nuestra perspectiva de fe cristiana el mal que nos toca padecer no es voluntad ni mucho menos castigo de Dios sino parte del mundo caído de cuyas adversidades todos participamos. Y la salvación no es el resultado de nuestras buenas obras sino regalo de Dios ofrecido incondicionalmente a quienes en ella creen. En tal sentido, nuestra buena conducta no es condición sino respuesta al inmenso amor que Dios nos tiene.
Como la playa, como el pasto verde, viento y refugio es el amor de Dios. (Canto y Fe Nº 207)

Annedore Venhaus
Isaías 58,9-10

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