Padre, si quieres, líbrame de este trago amargo; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Lucas 22,42

Jesús se acerca a la hora señalada para su propia muerte. Él iba a morir, sus pies no volverían a caminar sobre la tierra, las multitudes no volverían a escucharlo, no habría para él más tiempo de rechazos ni de negaciones, tampoco de abrazos y de risas. Su tiempo como hombre estaba a punto de concluir. Y no es fácil aceptarlo, no es sencillo saber que esta vida se acaba para él.

Y si no era sencillo para él, cuanto menos lo será para nosotros cuando llegue nuestra hora señalada, el tiempo de partir. Nos cuesta hablar sobre esto, decimos que preferimos ni pensar en ello. Casi, porque nos creemos inmortales, y así vivimos, como si nada pudiera detenernos.

Es un tanto ilógico. Si hay algo seguro en nuestra vida es que moriremos, pero no podemos pensar en ello. Es natural que tengamos miedo, que estemos llenos de incertidumbre y que nos cueste aceptar nuestra finitud.

Jesús, ante este temor, ora, habla con Dios, le expresa sus miedos, y se pone en sus manos. Confía en él, hasta en la hora de su muerte. Nuestro Padre está siempre con nosotros, no nos abandona nunca, y escucha nuestro ruego, lleno de miedos y lágrimas, para abrirnos la puerta de la esperanza a una nueva y buena vida eterna. Jesús entró a los cielos, abrió esa puerta, que por puro amor y gracia se nos ofrece. Confiemos siempre en Dios, él estará a nuestro lado incondicionalmente, escuchará nuestro ruego y nos abrazará.

Martín Olesen

Lucas 22,39-46

Compartir!

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email
Share on print
Print