Jesús, viendo esto, se enojó y les dijo: “Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos”.
Marcos 10,14
Jesús está en compañía de sus discípulos y se dirige a la ciudad de Jerusalén donde lo esperaban grandes sufrimientos, rechazo y muerte en mano de sus propios conciudadanos. Mientras tanto por el camino ocurren los más diversos encuentros. En uno de esos encuentros trajeron a algunos niños para que los tocase y los bendijese. (Mateo acrecienta para que también orase por ellos). Parece que era común entre los israelitas presentar los niños a los maestros (rabinos), presidentes de las sinagogas y a las personas de jerarquía para que intercediesen por ellos. Probablemente eran los propios padres quienes traían a sus hijos a Jesús pues, aunque aún no había sido reconocido como Me-sías, mucha gente del pueblo lo consideraba como maestro.
Es ahí cuando los discípulos interfieren y comienzan a reprender a los que los traían. Esta actitud se debe al concepto que los niños no deben interrumpir las enseñanzas del maestro. Pero cuando Jesús vio la escena, se indignó y dijo: “Dejen que los niños vengan a mí…”
Los discípulos dan a entender que los niños no tienen mucho que ver con el Reino. Entrar en el Reino, participar de la nueva vida y del nuevo orden que Dios iniciaba en Cristo, no podía ser asunto de niños. Era necesario hacer algo más, entender ciertos preconceptos, realizar ciertas obras. ¿Qué podía hacer un niño? Jesús se indignó al constatar tanta incomprensión. Porque es lo contrario: los pequeños no solo pueden recibir el Reino. ¡Ya es de ellos!
Recibir el Reino de Dios, aceptar su amor, su orientación, no de-pende de virtudes, méritos, capacidades, sino de la gracia de Dios. Dios concede su Reino justamente a aquellos que no tienen pretensiones, que se saben pequeños, incapaces, a los que todo lo esperan de Dios y confiadamente se entregan en sus manos.
Quien no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.
Stella Maris Frizs
Marcos 10,13-16