Mientras lo apedreaban, Esteban oraba así: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Después se arrodilló y dijo en voz alta: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y, diciendo esto, murió.
(Hechos 7, 59-60)

Una historia dramática, un testimonio de lo que es capaz el fanatismo religioso. Intolerancia, crueldad, violencia, hipocresía…, son los atributos que como sombras oscuras están en todas las religiones, ¡el cristianismo incluido!
De joven me había alejado de la iglesia porque ya no soportaba esa contradicción abismal entre lo que había enseñado Jesús y lo que practicaban los “creyentes”. Durante el nazismo una gran mayoría de los cristianos en Alemania (y otros países) vieron en Hitler un nuevo mesías y no movieron ni un dedo cuando la Gestapo golpeaba la puerta de un vecino porque era Judío. En muchos templos flameaba al costado del altar la cruz esvástica.
¿Por qué la reacción de los religiosos? Porque hay alguien que sostiene y defiende sus convicciones y dice cosas muy incómodas: les muestra un espejo. ¿Y qué ven en el espejo? La verdad, la cruda verdad. Y esa verdad duele. Una verdad que provoca en ellos una reacción violenta y cruel: recurren a la ley que permite y exige semejante castigo. Sí, apedrear hasta la muerte fue y sigue siendo un castigo avalado por la ley, algo “legal”, especialmente en regiones donde reina una teocracia (sistema político basado en la ley religiosa).
La fe sin humildad se convierte en fanatismo. La humildad nos protege de la “hybris”, ese veneno que nos hace olvidar de lo esencial: somos pecadores y como tales dependemos de la gracia de Dios. Especialmente cuando de la fe y la espiritualidad se trata nuestra actitud debería ser la de hermanos y no de jueces.

Reiner Kalmbach

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