¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el campo y va en busca de la oveja perdida, hasta encontrarla?

Lucas 15,4

Una vez más nos encontramos ante la tan conocida parábola de la oveja perdida. Jesús cuenta esta parábola fundamentalmente para responder a las críticas de los justos y piadosos fariseos y maestros de la ley. Ellos no podían tolerar que Jesús se relacionara con pecadores, y hasta comiera con ellos.

Y aunque parezca absurdo y exagerado, el comportamiento del pastor está movido por un sentimiento de profundo amor. Algo que los buenos, fieles y cumplidores de la ley no pueden (ni quieren) entender. Porque después de todo, el amor no se explica. Se vive, se siente, se practica.

Y es tanta la alegría que se genera en ese encuentro con lo perdido, que no se puede contener. Por eso hay que compartirla con la comunidad. Quien no puede alegrarse porque considera que el “encontrado” no es apto para ser aceptado, automáticamente se autoexcluye.

Hay una oveja que está en peligro. Ella es importante y necesaria, no hay que perder tiempo, hay que actuar. No importa si es merecedora o no, si es responsable o no, si vale la pena el sacrificio o no.

Jesús quiere mostrar que así actúa Dios con los perdidos.

Él perdona, reintegra, acepta, ama, dignifica, se compadece, hace fiesta, se alegra. Y la alegría no es completa si uno se pierde, aunque le queden noventa y nueve para celebrar.

Y si alguna vez hemos sentido (en calidad de pecadores) que Dios nos ha amado, perdonado, aceptado, cargado, ¿cómo no hemos de tener misericordia para con aquellos que aún andan a la deriva y sin rumbo?

Cantemos: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.” (Canto y Fe Nº 229)                                                         

Stella Maris Frizs

Lucas 15,1-7

Compartir!

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email
Share on print
Print