Pero el pueblo no se volvió a Dios, que lo castigaba; no busco al Señor todopoderoso.
Isaías 9,13
Todo este relato hace énfasis en la descripción del castigo de Dios hacia su pueblo a causa del pecado y de la rebeldía israelita. Esta concepción teológica sigue fuertemente enraizada en nuestro tiempo: Dios castiga…, a pesar de que Jesús nos reveló un Dios amoroso y misericordioso.
Quizá la razón de aferrarnos a abandonar esta idea es que si nos abrimos a la revelación de Jesús vamos a descubrir que lo que denominamos “castigos divinos” no son nada más que las consecuencias desastrosas de nuestros actos egoístas.
La consecuencia de una clase dirigente corrupta es la desintegración y el debilitamiento de la nación. También el pueblo apoya a corruptos en tanto y en cuanto les convenga. Recordemos el tiempo en el que podíamos comprar cualquier cosa a bajo precio, ahí también se apoyó a gobiernos corruptos. Cuando la fiesta se acabó y vino la destrucción, nos rasgamos las vestiduras.
En la parábola del hijo pródigo (Lucas 15,11-24) Jesús nos muestra a un muchacho que toma una decisión desastrosa (pedir su parte de la herencia e irse de la casa, lo que representa alejarse de su fe y hacer lo que él quiere). El padre (Dios) le permite ir, sin castigo, sin amenazas. Al tiempo el joven sufre las consecuencias de su decisión, y en medio de la aflicción toma la decisión de volver a su casa. El padre, al verlo, en lugar de recriminarle y castigarlo lo abraza, lo besa y lo ayuda a recuperar su dignidad.
Así Dios te espera a vos, a mí, con corazón arrepentido, sin reclamos ni culpas.
Martin Zapke