¿Y quién te ha dicho que estás desnudo? ¿Acaso has comido del fruto del árbol del que te dije que no comieras?
Génesis 3,11
Sobre la base de la observación del comportamiento humano, me atrevería a afirmar que el “instinto” de justificación es tan o incluso más fuerte que el instinto de conservación. Y es que cuando nos sentimos señalados o responsabilizados por algo que no hemos hecho bien o que hemos dejado de hacer, solemos buscar la culpa de nuestras faltas, omisiones o pecados fuera de nosotros mismos, dirigiendo la responsabilidad hacia el otro o la otra.
Así sucede en el texto que constituye el foco de esta reflexión. El hombre y la mujer son interpelados por Dios luego de que ambos transgreden el mandato de no comer del fruto que se hallaba en el medio del jardín. Sin embargo, el hombre, en primer lugar, y luego la mujer, evitan aceptar la responsabilidad por sus acciones y atribuyen la culpa a otros. De esta manera, la falta de fidelidad a Dios y la ausencia de responsabilidad traerán inevitables consecuencias para los destinos de la humanidad.
El Dios en quien hemos depositado nuestra fe es un Dios que requiere responsabilidad por las acciones humanas. Responder de manera apropiada es un signo de madurez espiritual, ya que demuestra que somos conscientes de nuestra identidad y de nuestro papel en la formación del presente y el futuro del mundo.
“Dios mío, ¡crea en mí un corazón limpio! ¡Renueva en mí un espíritu de rectitud! ¡No me despidas de tu presencia, ni quites de mí tu santo espíritu! ¡Devuélveme el gozo de tu salvación! ¡Dame un espíritu dispuesto a obedecerte!” (Salmo 51,10-11, RVC).
Rolando Mauro Verdecia Ávila