Elijan hoy a quién van a servir: si a los dioses a los que sus antepasados servían a orillas del Éufrates, o a los dioses de los amorreos que viven en esta tierra. Por mi parte, mi familia y yo serviremos al Señor.
Josué 24,15
Josué había finalizado la tarea de Moisés y había conducido al pueblo a la Tierra Prometida. En un encuentro de las tribus en Siquem, les recuerda que Dios, que los liberó de Egipto de la esclavitud y los guió a través del desierto, es el único Dios y Señor. Muy oportuno este llamado de atención, porque ni bien Israel llegó a la Tierra Prometida empezó un conflicto que duró siglos. Lo habían conocido a Dios en el desierto: ¿será también el Dios de la tierra fecunda? ¿Será un Dios de las ocasiones especiales o también en lo cotidiano, en lo que hace a la siembra y la cosecha, al amor y los partos, a la salud y el éxito, al dolor y la muerte? ¿Un Dios en todo eso y sobre todo eso? Los pueblos que vivían en la tierra de Canaán atribuían a diferentes dioses diferentes áreas y tareas: para la fecundidad de la tierra un dios, para el amor y el nacimiento una diosa, etc. Duró siglos hasta que el pueblo entendió qué significa que Dios es el único Dios. La fe fue conquistando espacios de la vida y reconociendo que no hay un solo hueco donde ese Dios liberador no esté presente: Es el creador, es su bendición (y no la de algún otro dios) cuando las cosechas son buenas y hay alimento y salud en la casa. El último espacio que conquistó la fe fue la muerte. Al comienzo se pensaba que Dios actuaba solo en la vida y que los muertos caían fuera de su señorío. Al final de esta conquista espiritual se abre la certeza: “El Señor destruirá para siempre la muerte” (Is 25:8) y esta promesa se cumplió con la resurrección de Jesús. O sea: no todo está claro desde un comienzo. La fe tiene que ir conquistando espacios y áreas de nuestra vida. La confianza en Dios no se elige de una sola vez y para siempre. Hay que renovar esa elección todos los días.
Karin Krug