Si saben estas cosas, y las hacen, serán bienaventurados.
Juan 13,17
¡Ser bienaventurados! No se trata de un estado de felicidad pasajero. El Maestro no nos dice “siéntanse bienaventurados” sino “sean bienaventurados.”
Cada día nos llegan ofertas que nos prometen felicidad. Algo que suele durar mucho menos tiempo del que nos lleva obtener lo que nos ofrecen. Es que “nunca se podrá compensar desde afuera lo que nos está faltando por dentro.”
Para sentirnos bienaventurados hay que hacer un ejercicio que nos permita encontrarnos con nuestro interior, dejando que el Espíritu Santo nos llene con su luz y así poder revestirnos de uno de sus dones más preciados y que está presente en el texto de hoy: la humildad.
Jesús habla de “ser bienaventurados” precisamente después de lavar los pies a sus discípulos. Ahí les encomienda (y nos anima a todos) a hacer lo mismo.
Agacharse para lavar los pies de otra persona es uno de los gestos de entrega y humildad más grandes que pueden existir. Es encontrarnos con nuestro prójimo de una forma íntima y profunda.
Que otra persona me permita lavar sus pies significa un gran gesto de confianza y entrega de su parte. Que yo pueda lavar los pies (incluso de un desconocido) implica que no lo estoy mirando como habitualmente observo todo, sino que lo estoy contemplando con los ojos del corazón.
Quizás nunca hayas tenido la posibilidad de lavar los pies de otra persona. Tal vez no lo hagas a lo largo de tu existencia. Pero recuerda siempre: “La alegría y la felicidad que permanecen para siempre están en esos gestos profundos que no nacen como un impulso arrebatado sino que provienen desde lo más profundo de nuestro corazón. Y eso no nos pertenece del todo, porque es un don de Dios.”
En definitiva: la grandeza de nuestra alma radicará siempre en la simpleza y la humildad de nuestro corazón.
Que el Señor nos conceda la gracia de hacernos cada día un poco más humildes para alcanzar la meta: “ser bienaventurados.” Amén.
Carlos Abel Brauer