Estoy seguro de que muy pocas cosas ocurren por casualidad. El hecho que una de las múltiples conferencias de líderes de las iglesias luteranas en América Latina, miembros de la Federación Luterana Mundial, se celebrara bajo la mirada y contemplación de esta imagen -muy propia de la Escuela Cuzqueña de arte colonial- nos puede permitir apropiarnos de signos y mensajes muy propios de nuestra cultura hispanoamericana y resignificarlas con una comprensión y hermenéutica que acompaña el proceso de la Reforma del Siglo XVI. Si sabemos mirar a nuestro alrededor podremos descubrir, leer y apropiarnos de ese plan invisible de reforma constante de nuestra fe, espiritualidad, identidad y compromiso.
El simple hecho que la reunión se realizó en la casa de retiros de la Orden Católica de los Pasionistas ya es todo un programa de reflexión. Pablo de la Cruz, en su espiritualidad -al igual que Lutero- coloca la pasión de Cristo en el núcleo de su pensamiento y acción. De hecho, la imagen del fundador de la orden que nos miraba desde el jardín, portador de una cruz en sus manos, fue un recordatorio de nuestra propia identidad luterana y nuestra vocación de ser portador, también, de esa cruz que en su acción liberadora pone fin a todas las cruces de opresión, estigma y exclusiones diversas.
El centro de este compartir con todas y todos ustedes no es ese contexto en el cual se celebró ese encuentro, sino esta imagen de pintura cuzqueña, como esquema se repite frecuentemente y que presidió cada una de las celebraciones litúrgicas que se realizaron durante esos días. La dispar reacción de unos y otros frente a ese cuadro fue muy llamativa y nos lleva a ver dos posiciones: quienes rechazan todas aquellas expresiones tanto litúrgicas, imágenes o piedades, que no entran en un estrecho marco conceptual muy eurocéntrico, y la de quienes se abren a esta realidad y la incorporan a su vida, tanto espiritual como de acción y misión.
Esta imagen, como muchas otras que se apropiaron los artistas coloniales de los pueblos originarios, pertenece a una larga tradición medieval retomada por los artistas y también reinterpretada desde su historia y contexto.
Esta imagen provocó reacciones totalmente opuestas. Mientras había quienes se mostraban sumamente escandalizados por la representación escogida por aquel pintor colonial, mientras que algunos nos permitimos hacerla nuestra y vivir de arrobo en arrobo frente a la misma representación no pudiendo quitar los ojos de ella y fue en su perspectiva que escuchamos las lecturas de las Escrituras y el contenido de nuestras intercesiones.
Me pregunté durante todo este tiempo por el fundamento de esas dispares reacciones frente al tema del cuadro y creo haber encontrado una simple explicación, que también nos puede ilustrar acerca de nuestras formas de comprender, leer y posicionarnos frente a las Escrituras mismas. En el proceso de interpretación del tema de la pintura se podían asumir dos posturas. Una, aquella de la contemplación literal y fundamentalista que llevaba al horror y al escándalo frente a otra que trataba de comprender el mensaje que subyace sobre la realidad descripta y encontrar la llave simbólica que permitía abrir puertas hacia la Teología que se construyó alrededor de las imágenes. Creo que con las Escrituras y la tradición de la identidad confesional luterana también pueden darse las mismas actitudes, reacciones y lecturas que nutren la diversidad de nuestras posiciones teológicas.
Permítanme explicar una posible lectura contemplativa de esa imagen en perspectiva luterana. En primer lugar, podríamos llamar al cuadro “El Dios Crucificado”, siguiendo el libro de Jürgen Moltmann: “La cruz ni se ama ni se puede amar. Y, sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia al mundo, porque ya no teme la muerte. El Crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad… Hoy lo que interesa es que la iglesia y la teología vuelvan a concentrarse en el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dice de sí mismas, es decir, la iglesia de Cristo y teología cristiana”. Intentaré leer ese cuadro desde esta perspectiva liberadora.
Me impactó que el Cristo crucificado está en movimiento. No es la imagen pasiva y doliente tradicional sino que, clavado en la cruz, asume su cruz como un punto de partida de su acción transformadora. La cruz, consecuencia de sus escandalosas mesas de comunión, ya no es un signo de tortura y muerte sino de otras comuniones tan escandalosas como las primeras. Esa comunión se expresa justamente en las vides que sus pies van transformando en vino y que llena los cálices con que los ángeles la recogen. También hoy necesitamos transformar un ritual en proceso de comunión que lleva a todas las comuniones. El sufrimiento de la cruz por la justicia, la equidad y la inclusión no es sólo un proceso del pasado, sino que es un elemento de la acción presente de quienes han sido bautizados en esta muerte de vida.
Todos los actores del cuadro actúan en la promoción de esas comuniones. Además de la Trinidad -metáfora de la profunda implicancia de cada uno de los rostros, identidades y tareas de cada persona en ese único proceso, revelación de todo el Dios Crucificado- podemos ver los discípulos que, en uno de los márgenes, asumen el ministerio de cuidar de las viñas, mientras que otros traen más frutos de esas viñas, que se unen a las que están a los pies de Jesús de Nazaret. La comunidad de las y los discípulos, en sus vocaciones, también son parte en esa promoción de comunión.
Al pie del Lagar, encontramos dos ángeles con las ropas litúrgicas de los diáconos. Una nueva comprensión de la Diaconía en perspectiva de Aquel que se revela paradójicamente en pueblos, personas y situaciones que siempre nos sorprenden, escandalizan y llaman a romper con prejuicios para dar lugar a comuniones. Esa nueva comprensión del servicio o Diaconía como parte esencial de la identidad de la comunidad cristiana tiene aquí la mejor representación: aquella que lleva y produce comunión en la equidad y la liberación. La Diaconía nos coloca radicalmente de rodillas frente al Cristo crucificado, rostro trinitario de Dios, y revelado en esa cruz de todas las libertades y de todas las comuniones con la que nutre la acción de las tareas diacónicas y de ese servicio que abre la mente, el corazón y las puertas de nuestras vidas y comunidades de forma siempre impensable y sorprendente.
Al otro costado, la imagen de María de Nazaret, con la conocida representación en América Latina llamada “La Dolorosa”. Pensando en ella, a los pies de esa cruz activa y en movimiento, es traspasada de acuerdo al Evangelio por la espada del dolor. Comprendo que esa profecía no es exclusiva de María, sino que es propia de todas y todos los que quieren ser discípulos de Jesús de Nazaret. No podemos ni debemos domesticar la cruz. Ella tiene que seguir siendo un escándalo. El dolor del escándalo por las muchas cruces que la Cruz revela y que perduran en nuestras realidades. Nuestras comunidades y sociedad deben mantener su dolor vigente mientras perdure una sola de sus causas. Debemos hacer nuestras las palabras del Stabat Mater y transformarlo en un stabat de toda la comunidad de fe que canta: “Madre Santa, graba profundamente en mi corazón las llagas de tu Hijo crucificado. / Por mí tu hijo, cubierto de llagas, ha querido sufrir sus tormentos; yo quiero compartirlos/ Haz que lleve y que padezca con Él su cruz mientras dure mi existencia”. Ese sufrimiento puede movilizarnos para llevar las escandalosas comuniones de cruz a todos los espacios en que debamos ser testigos y actores como expresión de nuestra identidad confesional. Esto es lo que, con vocabulario teológico, llamamos el Dios escondido que siempre se revela en lo opuesto a nuestros pensamientos y gustos, y que muchas veces anunciamos académicamente, pero ahora tenemos la misión de vivirlo en plenitud.
Pastor Lisandro Orlov
Iglesia Evangélica Luterana Unida
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