En cierta ocasión, los discípulos comenzaron a discutir acerca de quién de ellos era el más importante. Cuando Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño y, poniéndolo junto a él, les dijo: «Cualquiera que reciba a un niño así en mi nombre, me recibe a mí; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió. Porque el más insignificante entre todos ustedes, es el más grande de ustedes.»
Lucas 9,46-48
¿En quién pensamos cuando nos imaginamos una persona importante? ¿El Papa, el Presidente de Estados Unidos de Norteamérica, la Canciller de Alemania? ¿O también en Bill Gates u otro empresario millonario? Personas importantes por su influencia en la sociedad y en la política.
La discusión de los discípulos de Jesús, acerca de quién de ellos era el más importante, seguramente no estaría apuntando tan alto. Sencillamente cada uno no quería ser menos que los otros. Querrían gozar la estima del propio Jesús. Como en otra oportunidad, los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago, que pedían a Jesús ser distinguidos con puestos de “ministros” en el Reino.
Sin duda, nosotros no somos ajenos a mirar hacia nuestros “vecinos”, pensando que “en realidad, yo soy un poco mejor”, “yo no soy tan…” No nos consideraremos “importantes” en el sentido de ejercer una gran influencia sobre muchas personas, pero un poquito más que otros, que no son tan inteligentes, tan generosos… tan “creyentes”.
No es la única vez que Jesús usa el ejemplo de los niños para ubicarnos en la realidad del Reino.
El niño no pretende ser más ni más importante que otros, salvo que los adultos lo impulsemos a ello (serás el mejor de la clase…).
Ser importante como un niño significa que yo no me sienta más ni descalifique al prójimo, pero que tampoco me sienta menos. Por ser más humilde no soy más importante que otro.
En realidad, el niño no es importante por ser niño, ni yo por ser como un niño. Mi verdadera importancia radicará en que sea discípulo de Jesús y cumpla con la voluntad del Señor.
Dieter Kunz
Lucas 9,46-50