Oh Dios, que te alaben los pueblos; ¡que todos los pueblos te alaben!
Salmo 67,3
Cuando pensamos en alabar a alguien, nos referimos a resaltar sus virtudes, decir algo bueno de esa persona, poner en valor algo que hace o hizo. Si pensamos en alabar a Dios, ¡cuánto tenemos para valorar! Aquí aparece la alabanza en su dimensión celebrativa, alegre: ser agradecidos por las bendiciones recibidas.
En un versículo anterior del mismo texto, el salmista pide la bendición de Dios, entendiendo ésta como desear el bien, tener compasión.
Entonces, podemos pensar que nuestra alabanza surge de las numerosas bendiciones recibidas por parte de Dios.
Nuestro Señor es grande y nos colma de bendiciones, tiene compasión de nosotros y nosotras, nos mira con buenos ojos, desea nuestro bien. Nuestra respuesta necesaria es la alabanza.
No se trata de una alabanza pasiva, cantando loores a nuestro Señor, sino que despierta en nosotros una alabanza viva, activa, que se demuestra mediante acciones. Alabamos a Dios teniendo compasión de nuestros hermanos y hermanas, así como Dios se ha compadecido de nosotros y nosotras.
Martín Lutero señaló que somos salvos/as únicamente por gracia de Dios, sin merecimiento de nuestra parte. Dios nos amó primero, nos miró con buenos ojos, nos deseó el bien y nos salvó, dándonos una vida nueva.
Nuestras acciones son en respuesta a la obra salvadora de nuestro Señor. Este es uno de los puntos neurálgicos de nuestra identidad protestante.
Sintiéndonos amados, ¿cómo no responder a ese amor con más amor?
Señor, ten compasión de nosotros y nosotras y bendícenos, míranos con buenos ojos. Que todas las naciones de la tierra conozcan tu voluntad y salvación. Ayúdanos, Señor, a responder a tu gran amor con amor, a alabarte en nuestros hermanos y hermanas. Amén.
Deborah Verónica Cirigliano Heffel
Tema: Identidad protestante