Proclamaré que tu amor es eterno; que tu fidelidad es invariable; invariable como el mismo cielo.
Salmo 89,3

Proclamar, ¡qué palabra extraña que me resuena en el oído! Significa literalmente: “gritar a favor de algo o delante de alguien”. Un grito desesperado, exigiendo, pidiendo en voz alta. Imagínense pararse en un lugar muy concurrido, una calle céntrica, una plaza o frente a un banco. No importa cuál sea el lugar, pero por allí pasan muchas personas al día. Algunas vienen del trabajo o de la escuela, quizás se tomaron una pausa o están esperando a alguien, algunas quizás no saben qué hacen allí; pero todas están de paso. Imagínense parados en ese lugar y gritar con todas sus fuerzas: “El amor de Dios es eterno”. ¿Qué pasaría? Probablemente pensarán que estamos locos, que estamos poseídos, quizás ni se den cuenta. Pero algo sí es seguro, tú sí lo notarás.
Hay algo en el simple hecho de anunciar a Dios, decirlo en voz alta, que es transformador. No por la palabra en sí, porque podríamos nombrarlo de muchas maneras; pero al verbalizarlo, al modularlo con nuestros labios y escuchar nuestra voz, cuando realmente lo sentimos y viene de nuestras entrañas como un grito desesperado, es liberador. Quizás porque nos haga darnos cuenta de que todo en este mundo es variable. Me recuerda a la canción de Mercedes Sosa: “Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo”. Ese grito no dura más que un instante. La vergüenza, el temor o la indecisión que pudimos haber sentido no dura más que un instante. Ninguna preocupación, ninguna guerra, es eterna; solo el amor de Dios.

Angie Stähli

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