La lámpara del cuerpo es el ojo. Cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es malo, también tu cuerpo estará a oscuras. Ten cuidado, no sea que la luz que hay en ti resulte ser oscuridad. Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, y no participa de la oscuridad, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor.
Lucas 11,34-36

Cuando viajo en coche de noche, las luces del auto iluminan el camino. No alumbran el interior; para ver adentro tengo que prender otras lámparas. ¿Qué habrá querido decir Jesús con este ejemplo de los ojos y de la luz? Obviamente, los ojos no alumbran hacia afuera. No son lámparas como los faroles del auto. Pero sí alumbran hacia adentro. – ¡O no! Cuando a mis ojos los dirijo a ver cosas malas, feas, negativas y, para peor, si participo activamente de las mismas, – la “luz” que llega a mi interior no es precisamente luminosa. Hace que todo mi interior, toda mi vida espiritual, se vuelva oscuridad. Pero cuando uso las lámparas de mi cuerpo, mis ojos, para fijarme en la fuente de luz que es Jesús, el que es la luz del mundo, y dejo que su luz me ilumine, que me compenetre – toda mi vida, todo mi ser se vuelve luz. Y si todo tu cuerpo está lleno de luz, y no participa de la oscuridad, será todo luminoso. Como la luna que recibe luz del sol y la refleja y nos alumbra la noche, así el cuerpo luminoso, lleno de la luz de Cristo, también reflejará la luz que recibe y será luz en su ambiente, para con sus prójimos. ¡Como cambiaría el mundo si los cristianos fuéramos siempre luminarias que hacen resplandecer la luz de Cristo a su alrededor!

Esta es la luz de Cristo, yo la haré brillar… brillará, brillará sin cesar.
Toma, hermano, esta luz, y hazla tú brillar, …brillará, brillará sin cesar.

Dieter Kunz

Lucas 11,29-36

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