¡Escucha, Señor, mi voz! ¡Atiendan tus oídos mi grito suplicante!
Salmo 130,2

Un pastor emérito relata que a los 11 años fue testigo del funeral de una mujer eslovaca refugiada en la aldea evangélica de Ebersbrunn, Alemania, donde él vivía. La anciana falleció y como no había un cementerio católico disponible, fue sepultada por un sacerdote de una aldea vecina. El pastor aún recuerda la voz sonora y profunda del sacerdote, quien leyó el Salmo 130 junto a la tumba abierta, una experiencia que ha dejado una huella profunda en su vida hasta el día de hoy.
Hoy nos cuestionamos: ¿Quién clama de esta manera en el Salmo?
¿Será alguien que ha caído en lo profundo del pecado o que está atravesando un momento sumamente difícil en su vida?
Yo pienso que es alguien que experimenta miedo y está profundamente asustado.
¡Ese clamor es también nuestro clamor! Sabemos que en la voz suplicante, como la del salmista, se encuentra una salida; hay esperanza en medio de ese clamor. En Dios hallamos ayuda, protección, consuelo y perdón de manera constante.
Cuando clamamos a Dios, se desata un poder inmenso, una fuerza renovadora que nos capacita para avanzar en medio de las tormentas que nos rodean. En Dios, podemos depositar nuestros sentimientos de culpa, tristeza, angustia, dolor, cobardía y miedo, confiando en que Él siempre nos brindará su ayuda.
En este salmo, encontramos un clamor lleno de esperanza que busca el perdón de Dios y reconoce su majestuosidad.
Es Dios quien nos consuela, nos abraza y nos anima en nuestras debilidades. En medio del dolor, Dios se hace presente y nos bendice con paz cuando clamamos y confiamos en Él. Por eso, mantenemos la esperanza en medio de nuestro clamor, y nuestra fe se fortalece, tal como la del niño en el testimonio.

Amalia Elsasser

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