¡Alabado sea el Señor! Feliz el hombre que honra al Señor y se complace en sus mandatos.
Salmo 112,1
El ser humano por naturaleza está motivado a buscar la felicidad. Todos sus intentos están orientados a esa finalidad. Decimos: “Yo hago lo que me gusta”, “Hago lo que me da felicidad”. Las propagandas de los medios de comunicación muestran rostros felices, supuestamente, por consumir determinados productos: bebidas, comidas, ropas de determinadas marcas, vacaciones en lugares exóticos, y la lista podría continuar al infinito. Estas publicidades dan a entender que la felicidad y el bienestar del ser humano es fruto de estos bienes materiales.
Y tantas personas, en su afán de obtener tales bienes trabajan sin descanso, descuidando su salud, su familia e incluso su vida espiritual. Otras personas actúan en forma deshonesta y reprobable a fin de conseguir sus objetivos.
El autor del Salmo nos habla de una felicidad, de una alegría y una realización que no consisten en el consumo ni en la tenencia de bienes terrenales sino en una disposición y una cualidad interior. Somos dichosos si honramos a Dios y le damos el primer lugar en nuestra vida, en nuestras decisiones y proyectos.
Somos dichosos y felices si nos agrada conocer y cumplir los mandatos de Dios. Si nuestra mente, nuestro corazón, nuestros pensamientos y también nuestras manos actúan según su voluntad.
La felicidad de la cual nos habla el salmista, como también hablaba Jesús y los apóstoles, es la que podemos sentir aún si nuestro entorno es desfavorable, aún si estamos enfermos, preocupados por alguna situación difícil, pero nuestro corazón está en paz. Pues las cosas materiales son pasajeras, pero la felicidad de nuestro corazón cuando está en comunión con Dios trasciende toda circunstancia.
Llévame por el camino de tus mandamientos, pues en él está mi felicidad. Haz que mi corazón prefiera tus mandatos a las ganancias mal habidas. (Salmo 119,35-36)
Bernardo Raúl Spretz
Salmo 112,1-3