Bendeciré al Señor a todas horas; mis labios siempre lo alabarán.
Salmos 34,1
Cada mañana, mi hija Zoe y yo viajamos durante 20 minutos para llegar a su colegio. Durante ese tiempo, cruzamos un puente al que llamamos el “Puente del Agradecimiento”. En esos mil metros, desde que las ruedas delanteras tocan el pavimento, ambas nos comprometemos a expresar nuestros motivos de agradecimiento a Dios por ese día. Agradecemos por cosas como “la tostada calentita del desayuno, la oportunidad de estudiar, la vida, los amigos, los abuelos y el hecho de que el auto funcione bien”.
Desde que era muy pequeña, he alentado a mi hija a que su gratitud sea más fuerte que sus peticiones, a que identifique y comparta sus bendiciones. Sin embargo, no puedo evitar emocionarme cuando escucho su dulce voz de 8 años al final del trayecto, diciendo: “Que de mi boca salgan palabras que hagan sentir bien a los demás”. Me uno a su petición y agradezco por ello.
Al dejarla en la puerta de su colegio, la despido acariciando su frente y diciéndole: “Que Dios te bendiga, te proteja y tengas una hermosa mañana”. Me retiro con la certeza de que Él la cuidará.
Gracias por la convicción de que estamos protegidos por ti, Padre amado. Mi confianza está puesta en ti. ¡Gloria a Dios!
“Canten todos sin distinciones, entonándole mil canciones, con guitarras, bombos y a viva voz, que todo suene dando Gloria a Dios”. (Canto y Fe N° 177).
Silvana Nagel