Y dijo Jeroboam a su mujer: “Anda, ponte un disfraz para que no reconozcan que eres mi mujer, y vete a Siló. Allí vive Ahías, el profeta que me dijo que yo sería rey de esta nación”.
1 Reyes 14,2
Jeroboam era un dirigente (rey) del Reino del Norte tristemente célebre porque causó división entre el pueblo y los condujo a la idolatría, eligiendo a Dan y Betel, como becerros de oro y símbolos de Dios. Así fue como este personaje pasó a la historia bíblica como quien hizo pecar a Israel, política que fue seguida también por otros reyes del pueblo.
En el texto que hoy nos ocupa, vemos como este rey desesperado por su hijo enfermo, ordena a su mujer disfrazarse para ir a ver al profeta, para que interceda ante Dios y sane a su hijo. Consciente de su estado de infracción ante Dios por su conducta desleal y corrupta, manda al frente a su mujer disfrazada, con intenciones de engañar a Dios y pedirle ayuda. Dios sin embargo le revela al profeta estas ocultas intenciones y el plan de Jeroboam fracasa, con el precio de la muerte del hijo.
Esta triste historia nos abre los ojos para darnos cuenta de que ante Dios nada podemos ocultar, que no hay disfraz ni máscara que valga, porque él todo lo conoce y todo lo sabe. Por otro lado, en la fragilidad de la existencia no basta con recurrir a Dios por conveniencia mandando a otros al frente (como Jeroboam mandó a su mujer) sino Dios espera nuestro propio pedido y clamor. La fe en Dios y su pedido de auxilio no se puede “tercerizar” por conveniencia, ni tampoco nos podemos escudar tras el compromiso de otros.
Esta historia es un llamado a la autenticidad y lealtad a Dios, quien no se fija en las apariencias del hombre, sino en su corazón (1 Samuel 16,7). El texto y la meditación de hoy nos interpelan a la autenticidad y lealtad ante Dios y a preguntarnos por nuestros propios disfraces y máscaras que tantas veces nos hacen daño y entorpecen nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos y hermanas.
Hilario Tech