Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, pues él es el Padre que nos tiene compasión y el Dios que siempre nos consuela.

2 Corintios 1,3

El apóstol Pablo les escribe a los hermanos de Corinto una carta llena de consuelo y esperanza. Les recuerda sobre las duras pruebas y dificultades que tuvieron en Asia, y que eso les sirvió para confiar más aún en Dios. Ese Dios que los libró de los peligros y que con seguridad lo seguirá haciendo.

Las pruebas, las tribulaciones, las dificultades también forman parte de nuestra vida. Y si bien sabemos que muchas veces son coloca-das ante nosotros para hacerles frente y no dejarnos vencer por ellas, nuestras fuerzas son limitadas.

Es ahí donde el texto nos muestra que no estamos solos para enfrentar el dolor, la angustia y el sufrimiento, porque Dios, con su infinito amor y ternura es quien nos consuela. Claro que ese consuelo no es un calmante barato, una especie de droga para adormecernos o simple-mente resignarnos. El consuelo de Dios quiere darnos valor, fortaleza y energía para luchar contra todo aquello que atenta contra nuestra vida y la de nuestros semejantes. Y con toda seguridad que Dios no pondrá en nosotros una carga más pesada de la que podremos soportar. O una tarea más difícil de la que podamos realizar.

Lo bueno es que al descubrir el consuelo de Dios en nuestra vida, eso nos capacita para poder consolar a otros. Pablo mismo destaca que todo lo que le ha ocurrido le ha servido para ser fuerte y acompañar a otros.

Recuerdo a una señora que a partir de la pérdida de su hijo, sintió –de alguna manera – que Dios la había preparado para poder consolar a otras madres del dolor. Quiera Dios usarnos también a nosotros para tan noble tarea. Amén.

Stella Maris Frizs

2 Corintios 1,1-11

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