Aún en su vejez, darán fruto; siempre estarán fuertes y lozanos…
Salmo 92,14
“Los buenos florecen como las palmas y crecen como los cedros del Líbano” (v.12). El salmista elogia a los buenos y los compara con dos árboles muy admirados por su altura y su larga vida: las palmeras y los cedros.
De ahí proviene nuestro versículo. La vejez no será un período de debilidad o inactividad, sino más bien un tiempo fecundo y productivo.
En tiempos antiguos, los ancianos de Israel eran considerados la nobleza del pueblo; lideraban en la guerra y administraban la justicia en épocas de paz. Disfrutaban de un elevado nivel de respeto y dignidad, ocupaban puestos de liderazgo, eran consultados y ejercían autoridad, además de poseer una gran sabiduría.
Lamentablemente, la sociedad actual asocia la vejez con la pasividad. Desde temprano se sugiere que es el momento de retirarse, de volverse inútil y entrar en declive. Mi madre, quien vivió hasta los 86 años, cuidaba con esmero el hermoso jardín en la Colonia de Ancianos y tenía un talento notable para la pintura.
Es cierto que con el transcurso de los años, una persona puede experimentar un debilitamiento físico, sin embargo, su valía no debería ser evaluada únicamente en función de su fuerza física, ya que, como menciona el apóstol Pablo, el espíritu no se deteriora (2 Corintios 4, 16).
La vejez, lejos de constituir un período vacío e inútil, es un momento propicio para que los abuelos/as continúen enriqueciendo sus vidas con la gracia de Dios y para que la iglesia siga beneficiándose con su presencia, oración, historias, conocimiento y experiencias.
“El orgullo de los jóvenes está en su fuerza; la honra de los ancianos, en sus canas” (Prov. 20, 29)
Stella Maris Frizs