Los que siembran con lágrimas, cosecharán con gritos de alegría.
Salmo 126,5

El pueblo de Israel vivía tiempos de crisis, y sus decisiones marcarían el futuro. La fe flaqueaba. El salmista, que de la mano del Señor ha superado otras calamidades, quiere que las nuevas generaciones vuelvan a confiar en Dios y se dejen guiar por su consejo.
Aunque quisiéramos, no podemos escapar de los “días malos” (Ecl 12,1); estos, simplemente, llegan. Sin embargo, los creyentes en Cristo gozamos del regalo de la fe, que ilumina nuestra existencia y nos hace ver y vivir la realidad de un modo diferente, positivo, con una esperanza muy particular.
Esta esperanza no es una simple idea ni una mera declaración de intenciones; tampoco, un mantra o un dispositivo de autoayuda. La esperanza que nace de la fe en Cristo es una obra divina, mediada por el conocimiento y la experiencia de Dios, en su Palabra, en la oración, y en todo lo que implica nuestra relación personal y comunitaria con Él. Trasciende los momentos malos, los sentimientos negativos, y la pérdida del sentido de la existencia. Es lo que ha vivido el salmista, y que quiere transmitirnos incluso hoy: “permanece en Dios, aun en medio de la desgracia; pues, en Él, las lágrimas se transforman en cantos y gritos de alegría”.
Esperar no es resignarse o callar ante la injusticia, tampoco normalizar las dinámicas de maldad del mundo actual. Es un llamado a perseverar en Dios, a confiar en sus promesas, y a vivir como si éstas ya fueran una realidad.
Oh, Señor, dame la fe que vence en todo tiempo, y que me conduce a hacer tu voluntad.

Robinson Reyes Arriagada

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